Casa de la Tiá Leoncia

A los 9 años mis padres me compraron una Olivetti tras haber ahorrado las pagas semanales de varios meses que en mi mente infantil se hicieron interminables. A pesar de ello tenía la firme decisión de ser escritor, ya llevaba con esa idea desde el inicio de párvulos en el Colegio San Antonio de Lacoma. Me llevaron a «El 7», una tienda especializada en máquinas de escribir ubicada en la calle Bravo Murillo y ahí compramos una que todavía conservo. Mi primer cuento fueron unas escenas inconexas, la más importante mostraba a mi madre niña corriendo descalza por una calle del pueblo en un ambiente dramático, con la necesidad de la posguerra, de hambre y de miseria. Una escena que no explicaba nada pero que canalizaba mis temores infantiles de las historias, de las emociones que ya había escuchado.

En La Casa de la Tiá Leoncia aparece un cruce de calles que da acceso a una zona alta del pueblo, las eras, y baja directamente a la plaza, la misma calle por la que mi madre corría descalza en el primer cuento que recuerdo haber escrito. La luz del sol entra por la derecha e ilumina una pared de la casa, el barro con el que las pintan tiene una función antiséptica y eleva el color de la tierra en 2 plantas de vivienda. Las ventanas y puertas sin ningún plan para la simetría no ayuda en nada al transeúnte si desea pensar que todo en la naturaleza sigue una norma en busca de la belleza. El lugar conveniente de una ventana surge de la necesidad y la circunstancia. La casa de la derecha, más pequeña, muestra un espacio, una calle donde asoman las traseras de varias casas. En una de ellas vivió mi tío Ángel.

Del cuento me deshice cuando terminé Filología Inglesa, reacción del joven engreído recién titulado con el niño escritor. Este cuadro es el recuerdo de aquel cuento.