José María Mezquita, Territorio Mítico

Satisfecho por haber podido desarrollar esta exposición antológica de uno de los pintores que más admiro. También por haber contado con la inteligencia y generosidad de Juan Manuel Bonet, un «fan» de Mezquita, como yo. En deuda con el Ayuntamiento de Granada por haber colaborado a hacer realidad esta exposición que comenzamos a idear hace ya dos años en una visita a su casa-taller del centro de Zamora.
La muestra pretende ser un recorrido por las distintas etapas de su obra, algunas desconocidas, hasta llegar a la actualidad, y cuenta con casi 70 obras. José María Mezquita es un pintor de culto y para los tiempos que corren, tiene más mérito aún. Como bien dice Bonet, José María Mezquita «es alguien que, calladamente, al margen de los focos, de la moda, del espectáculo, ha sabido construir un mundo sólo suyo, un universo plástico que para mí es uno de los más fascinantes del panorama actual».

JOSÉ MARÍA MEZQUITA, EN SU TERRITORIO MÍTICO

Pintor, escultor de sutiles bronces, dibujante próximo a veces a la invisibilidad, grabador, coleccionista de juguetes antiguos y creador él mismo de algunos inspirados en ese paraíso infantil, autor de muchísimos escritos dispersos que están llenos de detalles exactos y verdaderos, y que merecerían ser reunidos en un volumen, el solitario José María Mezquita es para mí un nombre absolutamente imprescindible de una escena en la que sin embargo la difusión de su obra ha sido hasta ahora demasiado confidencial. Allá en su provinciana Zamora, en su inverosímil, laberíntica casa-taller del centro (la segunda que le conozco: al poco de pisarla, la describí como una suerte de mezcla de cueva y almoneda), es alguien que, calladamente, al margen de los focos, de la moda, del espectáculo, ha sabido construir un mundo sólo suyo, un universo plástico que para mí es uno de los más fascinantes del panorama actual. Esto último lo tengo claro por lo menos desde 1989, en que me impresionó la primera de las dos muestras que le dedicó Jorge Kreisler en su desaparecida galería de Prim, muestra a la que dediqué una reseña abecedaria titulada “Mezquita, hacia el blanco total”. En ella relaciono su trabajo con el de Cézanne, pero también con el del Mondrian del árbol, del campanario y del Mar del Norte en Domburg. No citaba ahí a Morandi, pero a la hora de explicar el tipo de relación de Mezquita con Zamora y su provincia, podría haberlo hecho; bien es verdad que esa relación no había cobrado todavía la intensidad que iba a cobrar más tarde. La confirmación de aquella revelación kreisleriana fue tres años más tarde, cuando visité al pintor en su anterior domicilio zamorano, donde me impresionaron sobremanera unos dibujos grandes y casi invisibles que él había realizado unos meses o incluso semanas antes, a partir de un pretexto tan prosaico como unos andamios que habían montado en el patio de su casa. Dibujos, por lo demás, pertenecientes a una serie a propósito de la cual él ha contado lo siguiente: “En la inauguración de una exposición en la que figuran los dibujos de las obras en construcción, con las autoridades, un joven se acerca deprisa y nos interrumpe, nos interpela con una afirmación: ¿Pero esto es dibujo lineal? Efectivamente, le contesté”.

En la retrospectiva granadina que documenta este catálogo, y que presenta la interesante particularidad de que su comisario sea Rafael Caballero Almendáriz, pintor madrileño nacido en 1971, y que se considera miembro (y a la vista de lo que hace, que se ha enseñado en Utopia Parkway, damos fe de que ello es cierto) de la misma familia estética, la obra más antigua que va a poder contemplarse es La caseta del guarda en el bosque de Valorio, un dibujo de 1963, en un estilo todavía dubitativo, adolescente, el mismo en que está dibujado, dos años antes, un rincón de Toro, ciudad donde por aquel tiempo el futuro pintor estudiaba el bachillerato, de interno en los Escolapios, donde coincidió con su futuro coleccionista y promotor, el recordado Raúl Prieto Cirac. Dibujo, el de la caseta del guarda, alusivo a una zona en las afueras de su ciudad natal, antaño bosque, y desde el XIX parque municipal. Dibujo que, en el blog del pintor, lleno de maravillas y sorpresas, va acompañado de otros dos apuntes del mismo paraje, así como de un breve texto donde habla precisamente de lo que acabo de comentar, de cómo “convivían en perfecta armonía la parte civilizada o colonizada y el bosque en su estado natural”. De otro texto, en el que cita a Julio Verne, entresacar esto otro: “Los paseos familiares por el bosque de Valorio. Había una parte vedada, que lo hacía más misterioso”. Hay quien no aprecia el hecho de que un artista del pincel lo sea también de la palabra. A uno le sucede justo lo contrario, y en este caso la dimensión literaria de este ciclo de tres dibujos queda reforzada por esas palabras tan sentidas, tan cargadas de nostalgia. Creo que de alguna manera lo que nace con ese dibujo primerizo y casi naïf, o con algunas pinturas coetáneas de interiores zamoranos humildes, es una cierta capacidad de Mezquita para hacerse fuerte en un territorio mítico. Obviamente ya no me refiero sólo al bosque de Valorio, que reaparece en varias ocasiones en su obra, ni sólo a Zamora capital, sino en general a la provincia, recorrida por él en expediciones pictóricas a las que enseguida haré referencia. Provincia que vendría a ser algo así como su Región, y escribo esta palabra con mayúscula, y en cursiva, obviamente pensando en uno de nuestros grandes narradores de nuestra generación del cincuenta, Juan Benet, que se hizo fuerte en ese su propio territorio mítico, del que llegó a incluir, en Herrumbrosas lanzas (1983), su novela sobre la guerra civil, un mapa topográfico, obviamente pura imaginación.

Por el lado literario, no hay que echar en saco roto una frase del propio pintor sobre su particular Región, frase que figura en uno de los escritos fragmentarios que incluyó, en 1993, en el catálogo de su segunda individual con Jorge Kreisler: “Al igual que Antoine de Saint-Exupéry, yo también hice mi descubrimiento de la extensión y del espacio: el Noroeste zamorano. La Alistana… el coche de línea de ventanillas tintineantes, el peculiar sonido del motor cuando funciona desahogado”, y así sucesivamente, un relato que, sí, puede llevarnos casi hasta desierto del Sahara, aunque también podría hacernos pensar en otros territorios míticos construidos por diversos escritores. Por ejemplo en la Pampa de Ricardo Güiraldes en Don Segundo Sombra… O en la Sologne de Alain-Fournier en Le Grand Meaulnes. Cuántas Regiones…

Al año siguiente de dibujar la caseta del guarda en aquel bosque o parque o híbrido de ambas cosas, Mezquita iba a abandonar esa cotidianeidad provinciana a la que terminaría retornando. Y a sustituirla, durante sus años de formación, por otra cotidianeidad bien distinta, la de la capital de España. Tras una vocación inicial por el vuelo (aeromodelismo, Escuela Técnica de Pilotos Aeronáuticos… no sé mucho al respecto, más allá de que esa es una de las fuentes de alguno de los juguetes, y de que el dato queda bien en su biografía, como en la de Cristino de Vera quedan bien sus estudios de Náutica), pasó por un curso preparatorio en la célebre Academia Peña que sale en tantos currículums de aquella época y más allá, y tras un tiempo en Artes y Oficios, ingresó en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, todavía en la calle de Alcalá, donde tuvo el privilegio, que le iba a marcar, de tener entre sus profesores a uno excepcional, me refiero naturalmente a Antonio López García. De ese magisterio surgió toda una generación de realistas. Todos ellos han mantenido una extraordinaria lealtad a aquel maestro que como había empezado tan joven, tan niño prodigio, seguía siéndolo, joven y prodigioso, ya que tenía entonces tan sólo… veintiocho años. Curiosamente, los dos discípulos que seguirían más conectados con él (hasta fechas relativamente recientes el de Tomelloso ha contado con ellos para impartir talleres conjuntos) fueron los dos que en lo formal menos cerca han terminado estando de él: por una parte nuestro Mezquita, y por otra, otro pintor asimismo único, y parte de cuya excepcionalidad consiste en haber sido capaz, él también, de hacerse fuerte en su propia Región, que en este caso es la parte de Navarra más próxima a su capital: Juan José Aquerreta, aquél del que Alcaín dijo que era algo así como el Morandi de Pamplona, una frase reduccionista, pero feliz, que estaríamos tentados de copiarle para describir a Mezquita como un fenómeno similar, sólo que en Zamora.

En 1972, dos años después de su salida de la Escuela, tuvo lugar la primera individual de Mezquita, que tuvo por marco la desaparecida Galería Seiquer, entonces en la calle de Santa Catalina. El año anterior, había tenido lugar su “entrar en fuego”, en la multitudinaria colectiva Jóvenes realistas, integrada en su mayor parte por el trabajo de alumnos de López García en San Fernando, y organizada por la inolvidable Fefa Seiquer en un local vecino, en el número 3 de la calle Huertas, en la esquina de la plaza de Santa Ana, local por ella alquilado para la ocasión. Casualmente, uno, que entonces residía en Sevilla, visitó sin embargo aquella muestra, en compañía de sus padres, y con ocasión de un breve tránsito por la capital, camino de París. Las individuales de Mezquita se sucedieron. Limitándonos a las de Madrid y alrededores, diremos que hubo cinco más en Seiquer, y luego otra en Nolde (en Navacerrada), y las dos de Jorge Kreisler, y otras más en Leandro Navarro, Almirante, y Ansorena (donde en fecha ya tan lejana como 2002 tuvo lugar la que por el momento es su última individual madrileña), salas de las que hay que hablar en pasado, excepto de Leandro Navarro y de Ansorena… Escribieron sobre su obra críticos como Antonio Bonet Correa (prologuista, en 1997, del catálogo de una muestra cuatripartita, nuevamente en Seiquer, en compañía de José María Cuasante, Alfonso Galván y Antonio Maya), Antonio Manuel Campoy, Adolfo Castaño, José de Castro Arines, Manuel Augusto García Viñolas o José Hierro. Luego nos sumamos otros, como Eduardo Alaminos, el recientemente desaparecido Francisco Calvo Serraller, María Antonia de Castro, Gloria Collado, José Ramón Danvila, Miguel Fernandez-Cid, Pablo Jiménez, José Marín-Medina, Andrés Trapiello (en 1991, juntos, Mezquita y él hicieron esa pequeña maravilla de plaquette que es La ventana de Keats, editada por otro zamorano, Miguel Villarino, en las ediciones anejas a nuestra Estación Central) o uno mismo, a los que se han ido sumando voces de su tierra: el poeta Tomás Sánchez Santiago, y sendos arquitectos, Francisco Somoza y José Luis Gago… En paralelo, poco a poco fue consolidándose, sobre todo por el boca a oreja, un coleccionismo fervorosamente mezquitiano, en Zamora por supuesto (donde su gran abanderado ha sido alguien ya citado, Raúl Prieto Cirac), pero también en Madrid, donde iniciaron la marcha Manolo Escobar (cuya colección que por desgracia se ha dispersado, cuando era de una calidad realmente notable), varios de los Huarte y varios de los Fernández Ordóñez, el cocinero Abraham García…

Diversos parajes del campo zamorano, del lado de Alcañices, de Almaraz de Duero, del Carrapital, de La Hiniesta, de Palomares, de Pedrazales, de Piedrahita, de Ribadelago, de San Juan del Rebollar, toda una letanía bien zamorana, con la cual estamos familiarizados sus fans, han terminado siendo para Mezquita, muy cezanniano en esto (estoy pensando en el Cézanne que quería pintar Poussin “d’après nature”, y que necesitaba como el aire sus recorridos por el campo de Aix, con la imponente Montagne Sainte-Victoire siempre al fondo, como versión provenzal del Fuji-Yama), un pretexto central de su obra. Con buen tiempo o mal tiempo, él también, como el maestro postimpresionista, ha salido a pintar “sur le motif” (ante el motivo), como lo documentan un montón de fotografías, y algún texto, como aquél en que evoca lo duro que puede ser el oficio de paisajista, luchando contra los elementos, la lluvia, el viento, el frío, el agua de los torrentes, para contemplar Raíces (un título, un motivo que se repiten muchísimo en esta obra, título a veces acompañado del subtítulo “Formas vegetales”) o follajes, para admirarse ante la profundidad selvática de un bosque, pero también, cuando toca, ante la soledad de un árbol solitario en medio del páramo o ante un viejo tejar o un no menos viejo palomar o casa de las aves medio en ruinas, o ante una fuente, o ante una casita de piedra, como de cuento, en un claro del bosque, en medio de un pinar… Lo ha dicho él en un texto de 1990, recogido en 1993 en el catálogo de la magna exposición que tuvo lugar en aquel sueño que fue mientras duró el Centro de Arte Cirac: “en un bosque de encinas a pocos kilómetros de la ciudad, puede abrirse un hueco al misterio”. Exposición que fue prefiguración casi literal de la itinerante que tres años después le dedicaría la Junta de Castilla y León. Más tarde surgirán los árboles de las Márgenes del Duero, una manera de hacer que el gran río hispano-portugués haga discreta acta de presencia, en el registro de la obra.

Letanía, también, de los nombres de los árboles hacia los cuales Mezquita empieza a dirigir por aquel entonces su mirada analítica de dibujante y de pintor: álamos, alcornoques, castaños, encinas, fresnos, olmos, pinos… Árboles que conoce bien (mucho mejor, ay, que este su glosador, animal urbano), y así en un texto (autoprólogo a su exposición, tan bien titulada, Explorando la naturaleza desde un taburete de anea, Galería Juan Manuel Lumbreras, Bilbao, 2008) nos hablará del fresno con especial cariño: “Los fresnos son más frágiles al viento por sus ramas finas y sus hojas más delicadas que las encinas”.

Casi en el blanco total, rodeados de silencio, de aire, los más esenciales de esos árboles son pretexto para unas cuadros excepcionales desde todo punto de vista (ya me lo parecieron, amor a primera vista, los ejemplos de ese ciclo incluidos en sus dos individuales con Jorge Kreisler, y algunos de los cuales se van a ver ahora en Granada), en los que Mezquita ha sido capaz de conciliar un acercamiento figurativo al mundo en torno, y ciertas enseñanzas de la abstracción, lo cual a uno le ha llevado a mencionar a propósito de esa zona de su obra, a pintores aparentemente tan distintos a él como pueden ser Paul Klee, Mondrian (al que ya he hecho referencia, como la he hecho a Cézanne) o Palazuelo. Su propósito ha sido siempre ir a lo esencial, “llegar al límite de la simplificación y de la síntesis”, incluso geometrizar, como en algunas de sus Raíces dibujadas de 1998… De ahí su muy razonable insistencia en no considerarse a sí mismo como un pintor realista. Algo que lo acercaría más bien al tipo de figuración esquemática que alcanzó a practicar en su madurez casi zurbaranesca el gran Luis Fernández, asturiano que en su juventud había pasado, no hay que olvidarlo, por una etapa neoplasticista, y cuyo ejemplo tanto inspira hoy a su paisano Miguel Galano.

Hoy por hoy no existe, que yo sepa, ningún otro pintor en nuestro panorama, que se inscriba de una manera tan clara en la estirpe de los grandes paisajistas castellano-leoneses, y estoy pensando en dos creadores ya desaparecidos, el vallisoletano Aurelio García Lesmes y en el palentino Juan Manuel Díaz-Caneja, cantores ambos, cada cual a su manera, del amarillo, o en el geometrizante y todavía activo Félix Cuadrado Lomas, otro de Pucela, al que muchos descubrimos por su cercanía al gran poeta de la “invisibilidad de Castilla” que fue Francisco Pino. Con Díaz-Caneja y con Cuadrado Lomas, Mezquita comparte un más que merecido Premio Castilla y León de las Artes, galardón obtenido, por cierto, en la modalidad de Letras, por Pino, y más recientemente por Trapiello. Estirpe a la que hemos de sumar a pintores de otras tierras que estuvieron muy pendientes de la meseta, como Carlos de Haes, Aureliano de Beruete o Jaume Morera.

Objeto en 1999 de una exposición tripartita, tanto por lo que se refiere a sedes (Biblioteca Pública del Estado, Museo de Zamora, Iglesia de la Encarnación) como por lo que se refiere a instituciones organizadoras (Junta, Diputación, y Ayuntamiento), el ciclo de Mezquita sobre las tiendas antañonas de su ciudad natal, que ha seguido ampliándose en años sucesivos, me parece una formidable contribución a la poética de la capital de provincia. Quiero decir que esa poética, obra tanto de artífices del verso, como de prosistas, pintores, fotógrafos o cineastas, tiene en Mezquita, desde el momento en que decidió lanzarse a establecer, movido por una voluntad de memoria, esa auténtica topografía, un poco a lo Atget, del asunto, a uno de esos cronistas atentos a lo concreto, pero a la vez capaces de universalidad. Provincia universal, sí, la suya, la de alguien que sabe encontrarle su poesía al tedio municipal, a esas “tiendas de color canela” que en su lejana Galitizia de fronteras tan movedizas inmortalizó el polaco Bruno Schulz. Impresionantes las visiones de las sastrerías, con sus maniquíes: estos son siempre chiriquianos, y en clave española, hay que recordar aquello de Ramón Gómez de la Serna, en 1914, precisamente ante un escaparate italiano, sobre la “Europa de los maniquíes”. Especialmente entrañables las de la mercería familiar del número 14 de la calle de la Feria, pintada por él desde muy atrás, concretamente, en la época de la Escuela, a la que corresponden sendos cuadros del período 1968-1969, uno de ellos conocido antes simplemente como Interior, e incluido aquí como Mercería Mezquita, Calle de la Feria 14; más tarde, cuando el establecimiento echó definitivamente el cierre, sintió no haberlo convertido en su estudio. Impresionantes las cuchillerías, ferreterías, tiendas de curtidos, zapaterías con sus cajas durmiendo en interminables estanterías. Al pintor siempre le llama la atención la arquitectura destartalada, a veces casi piranesiana, de la mayoría de estos establecimientos anacrónicos, impregnados de una profunda tristeza, especialmente sus despachos con sus máquinas de escribir y a veces con un ya descolorido mapa de España en la pared, sus almacenes, sus trastiendas, sus escaleras, sus sótanos… Se fija en el orden y en el desorden, en la penumbra y en la apertura de espacios de luz, en la mezcla de elementos prestigiosos y elementos cutres. Todo esto, sobre todo en una técnica que domina tan bien como la acuarela, lo traduce a pintura exacta y a la vez de gran libertad. “Ah, qué cotidiana es la vida”, se exclamaba el francés Jules Laforgue. En nuestra poesía hay no pocos ejemplos de esa capacidad evocadora de la vida provinciana, y pienso, sobre todo, por ceñirme a voces septentrionales de una cierta línea post-simbolista que se desarrolla a lo largo de todo el siglo pasado, en los Poemas de provincia de Andrés González Blanco ante un Oviedo que sigue siendo la de Clarín y su Regenta, en los versos lucenses de Luis Pimentel, en la Capital de tercer orden del pamplonés Ángel María Pascual, en la Capital de provincia del palentino José María Fernández Nieto… En prosa, naturalmente, la referencia obligada es Azorín, el imitadísimo (y no siempre para mal) maestro de los “primores de lo vulgar”.

En su blog, documentando su mirada a una zapatería llamada Calzados Trecce, de 2001, Mezquita nos proporciona al paso un estado previo de uno de los cuadros inspirados en ella: un trazado puramente geométrico, que se dispara en todas las direcciones, y de fascinante belleza, que constituye una prueba más de que en este figurativo hay, por debajo, un geómetra.

Al mismo ciclo pertenece una acuarela de 2000 que representa la Academia Sardá, aunque bien mirado, un lugar de enseñanza como este tiene algo de tienda de las palabras de uso diario.

Las tiendas, los objetos. El bodegón es género que en el siglo pasado revivió con algunos grandes, como Picasso, Juan Gris, Derain, y sobre todo con el excelso Morandi y otros que vinieron después, como, entre nosotros, Luis Fernández, Ramón Gaya, Xavier Valls, Cristino de Vera o Juan Carlos Lázaro. Gran enamorado de los objetos, Mezquita los ha representado casi siempre como parte de sus muy teatrales visiones de comercios zamoranos. Sin embargo, también encontramos, entremezclados con el resto de su producción, algunos bodegones exentos. Así una plumilla de 1973 titulada Escoria, y luego cuadros cuyos pretextos son cascos de botellas o latas de conserva, o una despojada litografía de 1983 sobre unas acelgas, de una atmósfera a propósito de la cual nos atreveríamos a pronunciar nombres como el de Sánchez Cotán o el de Zurbarán. Y junto a los bodegones, como si fuera uno de esos maestros de antaño, Mezquita también produce algunos floreros, uno de ellos, de 1977-1979, de flores paradójicamente artificiales, mientras en otros, de 1989, sí se representan otras naturales, tales como claveles y azaleas.

Jean Cocteau, tan bueno dando con fórmulas elípticas y definitivas, dijo aquello de “De Chirico o la hora del tren”. Metafísica del ferrocarril, que tantos cultivadores ha tenido en el siglo pasado, ya sean pintores o fotógrafos, sin olvidar a los escritores. Por ese lado va otro gran ciclo zamorano de Mezquita: el que gira en torno a la neoplateresca estación de ferrocarril de su ciudad, lugar de paso al que, como siempre sucede en él, sabe encontrarle también su pequeña música, lo mismo que a los raíles, postes, construcciones anejas, y obviamente también al material rodante. Material en ocasiones obsoleto, que en el caso de Mezquita estamos casi ante un cultivador de lo que se llama hoy la arqueología industrial: en una de las acuarelas del ciclo, representa una vieja y maciza locomotora de vapor, que nos trae a la memoria las por él construidas en su antes aludida faceta de fabricante de juguetes un poco a lo Torres-García. Si el ferrocarril está presente en la obra de este último, es en la escena norteamericana donde abundan los motivos ferroviarios, siendo uno de los casos más paradigmáticos en ese sentido el de Edward Hopper.
Prosiguiendo con una tarea que es realmente sistemática, y titánica, la de construir todos y cada uno de los capítulos que integran el mapa de su propia Región, Mezquita también es excelente enfrentándose, en 2011, a la harinera Carbajo. O en 2011-2012, a la antigua fábrica de harinas (y luego de piensos) Colino, fundada en 1917, y próxima precisamente a la estación, y de otra fábrica propiedad de la misma empresa, en Almeida; el resultado de la segunda de estas dos incursiones constituyó la base de su individual bilbaína de 2013 con José Manuel Lumbreras, titulada Los márgenes de la realidad. En 2017, en clave más privada, familiar, le iba a tocar el turno a la laberíntica casa de los abuelos, en San Juan del Rebollar, en el Aliste, cerca de Sayago, donde nació el recordado Justo Alejo, gran poeta bizarro; entre las obras inspiradas por esa casa, a uno le impresiona especialmente la sombría tinta titulada Altillo.

En 2015, Mezquita pinta, a la acuarela, y lógicamente en formato horizontal, una limpia Panorámica de la ciudad de Zamora, de su skyline mejor, con mucho blanco alrededor, Panorámica que se va a ver en Granada, y que trae a nuestra memoria un memorable dibujo suyo de la playa de La Concha, en San Sebastián, fruto del curso que dio allá, en Arteleku, en 1995, en paralelo al cual el firmante de estas líneas dio otro sobre las figuraciones en el siglo XX. Esas piezas, así como un aéreo dibujo habanero de 1989, aproximan a su autor a los vedutistas venecianos.

Si en 2011 nos llaman la atención las acuarelas sobre la Iglesia de San Vicente, en la producción de 2016 hemos de contemplar como una nueva vuelta de tuerca a su indagación en la memoria zamorana sus limpísimas, diamantinas visiones de la muralla de la ciudad. La más abstracta y lineal, como una malla rigurosa, y a la vez ejecutada con gran libertad, con ese automatismo que reivindica en uno de sus textos, considerándolo por lo demás compatible con una cierta geometría, me parece uno de los grandes momentos de su obra toda, en la que por lo demás a la vista está que no faltan. Aunque esas vistas de la muralla no estarán en Granada, he querido terminar con ellas estas líneas, para evidenciar que estamos ante una obra en marcha, que ha de proporcionarnos todavía muchas y magníficas sorpresas.

JUAN MANUEL BONET